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Oriente Medio y el Norte de África
Se insta al personal de TripAdvisor a denunciar el papel de la empresa en el mantenimiento de los asentamientos ilegales israelíes
Amnistía Internacional ha pedido a los empleados de TripAdvisor que hagan uso de su poder para exigir a su empresa que deje de beneficiarse de los crímenes de guerra enumerando las atracciones y propiedades turísticas en los asentamientos ilegales israelíes en los Territorios Palestinos Ocupados (TPO).
En una carta abierta dirigida al personal de TripAdvisor, la organización ha asegurado que, desde la ocupación israelí de Cisjordania, incluida Jerusalén Oriental, en 1967, los asentamientos han tenido un efecto devastador en los derechos humanos de la población palestina, con decenas de miles de viviendas demolidas y un gran número de palestinos desplazados por la fuerza para dar paso a su construcción, en flagrante violación del derecho internacional.
10 julio 2019
Israel/TPO: Profunda vergüenza por la anulación de la prohibición de Airbnb de incluir alojamientos en asentamientos ilegales
En respuesta al anuncio de Airbnb de que, tras una acción judicial colectiva entablada por abogados israelíes, ya no retirará todos los alojamientos en asentamientos ilegales israelíes en Cisjordania, Mark Dummett, investigador de Amnistía Internacional sobre Empresas y Derechos Humanos, ha declarado:
“La decisión de Airbnb de seguir permitiendo el listado de alojamientos en asentamientos ilegales israelíes en la Cisjordania ocupada es un acto censurable y cobarde que supondrá otro devastador golpe para los derechos humanos de la población palestina”.
“Esta decisión constituye una abdicación, sumamente vergonzosa, de la responsabilidad de Airbnb como empresa de respetar el derecho internacional humanitario y de los derechos humanos en todos los lugares del mundo en los que opera. Esto incluye los asentamientos ilegales de Israel en los Territorios Palestinos Ocupados. También saca a la luz la vacuidad de sus afirmaciones respecto a ser una empresa que valora los derechos humanos.”
10 abril 2019
Venezolanos y venezolanas toman medidas desesperadas para huir
Carolina Jiménez es la directora adjunta de Investigación para las Américas de Amnistía Internacional. Alicia Moncada es la responsable del proyecto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Amnistía Internacional.
SAN JOSÉ DE LA COSTA, Venezuela — La última vez que Génesis Vasquez oyó la voz de su esposo, éste estaba a punto de subir al pequeño bote de madera que iba a llevarlo desde Venezuela a la vecina isla de Curaçao. Incapaz de encontrar un trabajo fijo en Venezuela y con problemas para mantener a su familia, Jóvito Gutiérrez Yance confiaba en encontrar nuevas oportunidades fuera del país.
“Reza por mí y enciende una vela”, le dijo a Génesis antes de despedirse de ella y sumarse a los 30 pasajeros que abarrotaban la frágil embarcación. Salieron del puerto de San José de la Costa poco antes del amanecer.
El barco nunca llegó a Curaçao. Volcó cerca de la costa suroriental de la isla el 10 de enero. Las operaciones de búsqueda y salvamento dirigidas sobre todo por las autoridades de Curaçao se vieron dificultadas porque, unos días antes, el gobierno venezolano había ordenado el cierre temporal del tráfico aéreo y marítimo con Curaçao y dos islas vecinas. Los equipos de salvamento recuperaron sólo cinco cuerpos. El resto de los pasajeros, incluido Jóvito, sigue en paradero desconocido.
“Fue por nosotros, por nuestros sueños”, dice Génesis un día de calor sofocante en su casa del noroeste de Venezuela. La pareja no podía permitirse tener los hijos que deseaban, explica. Lo único que puede hacer ahora Génesis es esperar noticias, sus sueños de una familia hechos añicos.
Venezuela está en medio de una crisis de derechos humanos que está obligando a las personas a hacer el desesperado y peligroso viaje de 60 millas a la isla caribeña neerlandesa de Curaçao en busca de seguridad y subsistencia. Muchas huyen de la persecución política tras la represión del gobierno a la disidencia que ha causado la muerte de al menos 120 manifestantes.
Algunas se marchan porque ya no pueden alimentar a su familia debido a la hiperinflación y la escasez crónica de comida. Otras han partido en busca de un sistema de salud que funcione y de medicamentos que ya no pueden encontrar en Venezuela. El naufragio de enero fue un indicio de hasta qué punto es desesperada la situación.
La esposa de Jóvito está atrapada ahora en un tortuoso limbo, sin noticias de su esposo. Los padres de Jeanaury Jiménez, de 18 años, cuyo cuerpo fue recuperado tras el hundimiento del barco, alternan la pena con la preocupación por el futuro.
Jeanaury ya había sido expulsada una vez de Curaçao y había prometido a sus padres que nunca repetiría el peligroso trayecto. Pero cuando sus hermanas gemelas nacieron prematuras, la familia pasó apuros para alimentarlas y Jeanaury decidió volver a Curaçao con la esperanza de encontrar trabajo.
Unos días después de que se encontrase el cuerpo de Jeanaury, su madre pasea por la casa familiar, en la localidad costera de La Vela de Coro, con las bebés gemelas en brazos. No encuentra leche ni leche maternizada para ellas. Su padre mira fijamente al suelo mientras explica que su salario como chofer de camión ya no es suficiente para cubrir las necesidades de la familia. Hay fotos de Jeanaury en las paredes de la sala.
Mientras familias como la de Jeanaury se preguntan de dónde vendrá su próxima comida, las vías de salida de Venezuela son cada vez más inaccesibles. El precio de un vuelo o incluso el viaje por tierra es demasiado caro para la mayoría de la gente, y el cierre intermitente de las fronteras ha propiciado la aparición de peligrosas rutas clandestinas controladas por pasadores. Mujeres, niños y niñas, adolescentes y comunidades indígenas son especialmente vulnerables a los problemas relacionados con la salud y la seguridad.
Muchos países vecinos carecen de un sistema de asilo para ayudar a las personas venezolanas cuando llegan, y en los últimos años, varios han endurecido los controles migratorios destinados a esta población. En 2016, la gobernadora de Curaçao, Lucille George-Wout, pronunció un discurso incendiario en el que afirmó que “casi todas las personas que llegan proceden exclusivamente de las áreas de la delincuencia, los empleos ilegales y la prostitución”.
La gente sigue marchándose, dispuesta a arriesgarse a sufrir discriminación y a hacer el peligroso trayecto para intentar tener una existencia más segura. Según la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, desde 2014, al menos 145.000 personas procedentes de Venezuela han pedido asilo en otros países. Otras 444.000 han solicitado acogerse a otros programas fuera del sistema de asilo que les permitan vivir y trabajar en otro país durante un periodo prolongado.
La familia Razz, de La Vela de Coro, en la costa noroccidental de Venezuela, sabe mejor que la mayoría lo peligroso que puede ser el viaje para salir del país. Normelys, de 34 años, perdió a su esposo Danny en el hundimiento fatal del 10 de enero. Su hermana menor Nereida sigue esperando noticias de su esposo, Oliver, en paradero desconocido. Ambos hombres viajaban a Curaçao en busca de trabajo, y la doble tragedia ha dejado a la familia en circunstancias aún más precarias.
Normelys recuerda la última llamada de teléfono de su esposo Danny antes de que zarpara. “Me dijo: ‘Dile a mis hijas que las quiero; estaré bien adonde vaya. No estés triste’”, dijo. “Tenía la voz de quien se está despidiendo”.
Es habitual que quienes consiguen llegar a Curaçao sean detenidos y expulsados y que intenten una y otra vez llegar de nuevo allí. Danny ya había estado dos veces en Curaçao e incluso había ahorrado dinero suficiente para abrir un negocio de mototaxi en Venezuela, pero los problemas económicos continuos lo llevaron a huir de nuevo a la isla.
Una tercera hermana Razz, Neyra, vivió dos meses en la isla sin documentos en 2017. De vez en cuando limpiaba casas por dinero, pero las batidas policiales eran una preocupación constante. Al final la detuvieron, la tuvieron recluida dos semanas y la enviaron de regreso a Venezuela.
Como muchas personas, Neyra había ido a Curaçao con la esperanza de comprar productos básicos como comida y medicamentos que ya no hay en Venezuela. Enseguida descubrió que las cosas no eran tan fáciles para quienes no tenían documentos de viaje válidos.
“Mi vida allí fue horrible”, dijo. “Quería traer medicinas, comida, pero no te dejan comprar medicinas ni siquiera con un historial médico. Me sentí totalmente impotente”.
Venezuela ignora los llamamientos internacionales para que aborde las causas de la crisis de derechos humanos que está obligando a la gente a marcharse y se ha negado a aceptar la cooperación internacional para garantizar el acceso a alimentos y medicinas. Por el contrario, el gobierno redobla sus medidas represivas, haciendo insoportable la vida para quienes se quedan.
El Estado venezolano tiene la obligación de respetar, proteger y cumplir los derechos humanos de toda la ciudadanía venezolana, y la comunidad internacional debe proporcionar a Venezuela ayuda para ello.
Los países vecinos comparten la responsabilidad de encontrar soluciones regionales. De hecho, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha pedido a los Estados que implementen mecanismos para la protección y el trato humano de las personas migrantes y refugiadas. Perú, Brasil y Colombia han dado algunos pasos en este sentido, pero hacen falta muchas más medidas para prevenir nuevas tragedias.
Dos meses después del naufragio, las familias de quienes siguen en paradero desconocido piden a las autoridades de Venezuela y Curaçao que continúen buscándolos y que hagan pruebas de ADN a los cuerpos que quedan por identificar. Dicen que sus ruegos han sido respondidos con el silencio.
“Venezuela no está bien”, dice Nereida Razz. No ha sabido nada aún de su esposo. Pero afligida y todo, Nereida entiende por qué Oliver tuvo que marcharse.
“Se fue en busca de algo mejor, porque vivir así te parte el corazón”.
28 marzo 2018
Berta Cáceres y las heridas abiertas de Honduras
Por Ariadna Tovar, Investigadora sobre personas defensoras de derechos humanos en las Américas de Amnistía Internacional
La última vez que hablé con Berta Cáceres, defensora indígena lenca del medioambiente en Honduras y fundadora del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras – COPINH, noté la gravedad de la situación en su voz.
La campaña que el COPINH estaba llevando a cabo desde hacía años contra la instalación del proyecto hidroeléctrico Agua Zarca, en el Río Gualcarque, estaba tocando poderosos intereses económicos y políticos. Y las amenazas en su contra y contra otros integrantes del COPINH se estaban haciendo rutina.
Pero frenar el trabajo no era una opción. El avance del proyecto ponía en grave riesgo el acceso de la comunidad a un río sagrado, y eso no era negociable.
Nuestra conversación telefónica fue breve. Hablamos sobre una visita de Amnistía Internacional a la comunidad de Río Blanco, una de las muchas que hacen parte del COPINH.
Berta se ofreció a ser nuestra guía, como en otras ocasiones de su larga colaboración con Amnistía Nos dijo que le parecía esencial que la situación de la comunidad formara parte de nuestra investigación sobre el incremento de ataques que sufren las personas que dedican su vida a la defensa de la tierra, el territorio y el medio ambiente en Honduras.
Nos despedimos pensando que nuestra próxima charla sería en persona. Nunca imaginé que esa sería la última vez que hablaríamos.
Un mes más tarde, el 2 de marzo del 2016, recibimos la noticia que nadie quería escuchar: Berta había sido cruelmente asesinada, a tiros, en su habitación.
Así de simple. Así de brutal.
Aterrizamos en Tegucigalpa tres días después del asesinato. El ambiente en la capital, y el resto del país, era una mezcla de dolor, caos y miedo.
A pesar de las muchas amenazas que Berta había sufrido por su labor, algunas autoridades se empecinaban en afirmar que el asesinato había ocurrido en el contexto de un robo, y otras, más grave, que se trataba de un crimen pasional. El único testigo y sobreviviente del ataque, el defensor de derechos humanos mexicano Gustavo Castro, no tenía permitido salir del país a pesar del riesgo que enfrentaba y de haber acudido a las varias diligencias a las que había sido citado.
Las personas que trabajaban en COPINH estaban aterrorizadas. Si alguien había podido asesinar a Berta, ganadora del Premio Goldman y reconocida a nivel internacional, ¿qué seguridad se podía esperar para otros?
La impunidad es ley en Honduras, eso lo saben todos.
No sólo los asesinatos quedan impunes. En la mayoría de los casos, los responsables de las amenazas, los ataques, las quemas de enseres, los allanamientos, los desalojos ilegales, la criminalización y otras formas de violencia contra quienes defienden los derechos humanos no son sancionados.
A pesar de la gravedad de la situación, ni el Fiscal General, Oscar Chinchilla, ni el Presidente, Juan Orlando Hernández, aceptaron vernos. Hace un año venimos solicitando reuniones con el Presidente que son rechazadas; en vez de respondernos, nos bloqueó de su cuenta de twitter.
No fue hasta un mes después del crimen contra Berta que el Fiscal General aceptara públicamente que su asesinato podría haber sido en respuesta a su trabajo de defensa de derechos humanos. Prometió que se tendría en cuenta esto como línea de investigación.
Pero a un año de la tragedia que marcó una profunda herida en el movimiento de derechos humanos en Honduras y en el mundo, los avances han sido deficientes.
A lo largo de los meses que siguieron al asesinato, las autoridades capturaron a seis sospechosos de haber participado en el crimen. Dos de ellos vinculados a las fuerzas militares, por ser miembros activos o retirados, y otros dos relacionados con la empresa dueña del proyecto Agua Zarca, un gerente y un ex jefe de seguridad. Posteriormente, en los primeros meses de 2017, fueron capturados otros dos sospechosos, uno de ellos en México.
Sin embargo, queda el interrogante sobre si la investigación ha sido suficiente para identificar a los autores intelectuales y frenar la ola de ataques de la que decenas de activistas de derechos humanos siguen siendo víctimas.
En febrero de 2017 se desató una campaña mediática para desacreditar y deslegitimizar a distintas organizaciones de la sociedad civil, entre las que se encontraba el COPINH. Los acusaban de mentirosos y de promover una mala imagen de Honduras. La estigmatización provenía de personas particulares afines a los gremios económicos, pero también fue respaldada por el silencio del Presidente Hernández, quien a pesar de los repetidos llamados de la comunidad internacional, no condenó estas declaraciones ni reconoció públicamente el legítimo trabajo que realizan quienes defienden la tierra, el territorio y el medio ambiente.
“Tenemos que ser muy celosos de cuidar nuestra imagen y si algo no está bien, tenemos que enmendarlo y hacer justicia” dijo el Presidente en los primeros días de febrero de este año.
¿Pero, justicia de qué tipo es a la que hacía referencia el Presidente Hernández? Una en que se identifique a todos los autores materiales e intelectuales del asesinato de Berta. Una justicia en que las autoridades del Estado, incluidas las de mayor rango, rechacen enfáticamente el lenguaje que presenta a las personas defensoras de derechos humanos como enemigas del país, y que facilita que sean asesinadas como Berta. Justicia que reconozca de forma pública y continua que las personas defensoras de los derechos humanos realizan un trabajo esencial y legítimo.
Como ve, señor Presidente, hay algo que no está bien en Honduras y debe enmendarse.
06 marzo 2017