Merece la pena pararse un momento a reflexionar sobre tres acontecimientos importantes que se produjeron la semana pasada.
El general Ratko Mladić, conocido como “el carnicero de Bosnia,” ha sido finalmente declarado culpable de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. La Fiscalía de la Corte Penal Internacional solicitó una investigación de los delitos cometidos en Afganistán desde 2013 por todas las partes, incluidas las fuerzas de Estados Unidos. Y Robert Mugabe dimitió como presidente de Zimbabue tras 37 años de un gobierno enturbiado por homicidios, tortura y desapariciones forzadas.
Para quienes trabajamos en el ámbito de los derechos humanos, estos acontecimientos son de una importancia inconmensurable.
Una de las preguntas que me hacen con frecuencia víctimas de abusos, periodistas e incluso responsables de tomar de decisiones es si sirve de algo investigar y documentar las violaciones de derechos humanos cuando parece que éstas continúan cometiéndose de forma imparable en todo el mundo y que los responsables, especialmente los que están en el poder, disfrutan de una impunidad apabullante. “¿Hay esperanza?”, me dicen. Yo siempre he respondido que sí, y que estos acontecimientos merecedores de los más grandes titulares son un poderoso recordatorio de por qué no debemos rendirnos.
Es fácil perder la esperanza cuando documentamos con minucioso detalle los atroces crímenes de derecho internacional cometidos en Siria, Yemen, Sudán del Sur, Darfur, Myanmar, Nigeria y muchos otros países de todo el mundo. También es fácil perderla cuando presentamos nuestras conclusiones a quienes tienen el poder de ayudar a poner fin a las violaciones de derechos humanos y garantizar que los perpetradores rindan cuentas, y, en lugar de eso, nos encontramos con años de negación, manipulación política y protección directa de los responsables frente a la justicia.
Los cadáveres se amontonan mientras los perpetradores sonríen a la cámara, hilan relatos alternativos, se retratan como salvadores de sus naciones y forjan alianzas, convencidos de que su estatus y sus poderosos protectores les garantizarán inmunidad.
Es el caso del general Mladić, quien, según uno de los sobrevivientes de la masacre de Srebrenica, sonreía y repartía chocolate entre los niños prometiendo que todo el mundo iba a estar bien mientras enviaba a miles de hombres y niños a la muerte. Es el mismo hombre que admitió con orgullo que “mataba a alguien cada vez que iba a Sarajevo” y afirmaba que con ello “defendía a su país y su pueblo”.
Es también el caso del presidente Mugabe, que creía que había sido designado por Dios y afirmaba que todos sus actos significaban justicia para su pueblo, mientras que, en realidad, bajo su gobierno la población de Zimbabue era asesinada, torturada, sometida a desplazamiento forzoso y a violencia política selectiva.
Es también el caso de todas las partes en el conflicto de Afganistán, que, pese a cargar con un considerable grado de responsabilidad por numerosos crímenes, incluida la tortura y el homicidio de civiles, tenían el convencimiento de que sus acciones se sustraerían a la acción de la justicia internacional.
El camino a la justicia, la verdad y la reparación ha sido siempre increíblemente largo y espinoso. En el caso de Mladić, las familias de las víctimas y los sobrevivientes llevan más de 20 años esperando esta sentencia condenatoria, y aún hay miles de casos de desaparición forzada sin resolver. Aún está por ver si, tras la dimisión de Mugabe, el nuevo gobierno repudiará los abusos del pasado y hará rendir cuentas a todos los responsables. En cuanto a Afganistán, la CPI aún debe tomar una decisión basada en la solicitud de la fiscalía, y puede que transcurran varios años antes de que ninguno de los perpetradores comparezca ante un tribunal para empezar a rendir cuentas de sus acciones.
Pero estos tres casos son importantes por tres razones.
En primer lugar, sirven de recordatorio y advertencia a los dirigentes, mandos militares y altos cargos actuales de que su aparente inmunidad podría no ser absoluta. De que, por muy fuertes e invulnerables que se sientan ahora y por muy seguros que estén de su capacidad de repeler las acusaciones de crímenes graves, su suerte puede cambiar. Como Mladić, ellos también podrían tener que responder por sus crímenes algún día. Esta noción misma puede constituir un potente factor disuasorio. No pondrá fin a las guerras y los conflictos, pero puede que reduzca, aunque sea mínimamente, la probabilidad de otro ataque contra civiles, otra ejecución o el bombardeo de un hospital.
En segundo lugar, estos casos son el mayor incentivo posible para que aquellos de nosotros que investigamos meticulosamente y sacamos a la luz las violaciones de derechos humanos —incluidos los activistas de los derechos humanos y los periodistas— continuemos haciéndolo, por muy remota que parezca la perspectiva de justicia. Porque sin los testimonios, las fotografías y el resto de pruebas que reunimos, algunas veces durante meses o incluso años, sería imposible sustanciar las causas contra los perpetradores y hacerlos rendir cuentas.
Por último, y lo más importante, cada uno de estos acontecimientos, ya sea una sentencia condenatoria, la perspectiva de una investigación internacional o el derrocamiento de un presidente represivo, da esperanza a los millones de personas de todo el mundo que sufren grandes injusticias a diario. Esta esperanza constituye la base de su fuerza y les permite sobrevivir y mantener la fe en la humanidad en las circunstancias más atroces.
No debemos olvidar que, además, es nuestro deber mantenerla viva, luchando incansablemente por la justicia.