El panorama que ofrece una de las fronteras más tristemente célebres de la Tierra —alrededor de 1.000 kilómetros de porosa valla metálica— que divide vidas, esperanzas y sueños entre Estados Unidos y México, es sin duda abrumador, pero no del modo que esperábamos.
Aunque fue una de las cuestiones de las que más se habló en la campaña electoral estadounidense del año pasado, la franja de tierra que separa Estados Unidos de México está ahora inquietantemente tranquila.
No se ve por ninguna parte el río de hombres, mujeres, niños y niñas que el presidente Trump predijo que inundaría la zona. No hay nadie trabajando en el “muro grande, poderoso” que Trump prometió construir en toda la longitud de los más de 3.000 kilómetros de la frontera. Tampoco se han desplegado aún los 5.000 agentes de la Patrulla de Fronteras adicionales que iban a “aumentar la seguridad” en la zona.
Lo que hemos presenciado recientemente en la frontera, sin embargo, es una confusión y un terror crecientes. Como dicen muchos defensores, se trata de “la calma antes de la tempestad”. Esto no es nada nuevo, están pasando cosas en la zona, pero lo más probable es que sean muchísimo peores.
Porque, a pesar de que aún no se han materializado todas las promesas del presidente Trump, la maquinaria ya se ha puesto en marcha, sumándose a años de malas políticas y prácticas en la frontera. Las posibles repercusiones que tendrán las medidas más recientes de control fronterizo sobre la vida de miles de personas que viven con el terror de ser devueltas a una violencia extrema están empezando a ser visibles.
Esto es lo que está haciendo el gobierno de Trump para atizar lo que podría convertirse en una peligrosa crisis de refugiados total:
Desde el inicio de su campaña por la presidencia, Donald Trump ha calificado en reiteradas ocasiones a las personas migrantes y solicitantes de asilo, sobre todo a las procedentes de México y Centroamérica, de “delincuentes y violadores”.
No ha reconocido el sufrimiento de los miles de mujeres, niños, niñas y hombres que viven en situaciones “similares a una guerra” en algunos de los países más peligrosos del planeta, especialmente El Salvador y Honduras, y que se han visto obligados a huir de las casas para salvar la vida.
En la serie inicial de órdenes ejecutivas dictadas por el presidente Trump durante sus primeros días en el cargo, el gobierno trató efectivamente de cerrar las fronteras a las personas inmigrantes, incluidas las solicitantes de asilo, que buscaban un lugar seguro en Estados Unidos.
La Orden Ejecutiva sobre Seguridad en la Frontera y Mejoras del Control de la Inmigración de 25 de enero tiene por objeto garantizar que el proceso de detención y expulsión de migrantes y solicitantes de asilo sea lo más rápido posible, pasando totalmente por alto el hecho de que algunas de estas personas están expuestas a un peligro mortal si son devueltas a sus países.
Por otra parte, desde que se dictó la orden, parece que los organismos fronterizos no saben cómo aplicarla. Llegamos a Arizona apenas dos días después de que el Departamento de Seguridad Nacional hubiera difundido su nota de 20 de febrero en la que detalla cómo poner en marcha la orden ejecutiva de Trump sobre seguridad en la frontera. Nos dijeron que al menos un alto cargo del control fronterizo había recibido la nota al mismo tiempo que la prensa, y que no tenía ni idea de cómo aplicarla.
Cada año, cientos de miles de personas de Centroamérica y otros países del mundo cruzan la frontera terrestre de México con Estados Unidos en busca de seguridad y una vida mejor. Al igual de las mexicanas, muchas de ellas buscan protección tras huir de la violencia extrema en sus países de origen (como El Salvador y Honduras).
Pero hemos recibido múltiples informes y pruebas de que, en lugar de permitir que entren en Estados Unidos y soliciten asilo para salvar su vida, la patrulla del Servicio de Aduanas y Protección de Fronteras estadounidense niega reiteradamente la entrada a solicitantes de asilo a lo largo de toda la frontera.
Desde San Diego, en California, hasta McAllen, en Texas, nos dijeron que incluso antes de que apareciera Trump en escena, ya en 2015, los agentes de fronteras son conocidos por tomarse la justicia por su mano y devolver a solicitantes de asilo, diciéndoles que no pueden entrar. Esto no es sólo inmoral, sino también contrario a los principios jurídicos internacionales que Estados Unidos se ha comprometido a cumplir y a la propia legislación estadounidense, que establece el derecho y el proceso para solicitar asilo.
Una trabajadora de derechos humanos del lado mexicano de la frontera con Arizona nos contó que un agente de la Patrulla de Fronteras se burló de ella por acompañar hasta la frontera a personas procedentes de Centroamérica para asegurarse de que no se violaban sus derechos. “¿Cómo te sientes? ¿No te da vergüenza ayudar a ‘terroristas’?”, le preguntó.
Entrar en Estados Unidos sin papeles significa jugarse la vida, pues hace que las personas sean más vulnerables a las bandas y cárteles de la droga que controlan la zona fronteriza y están dispuestos a lucrarse con personas que están en situaciones desesperadas.
Hemos recibido muchos informes de que los contrabandistas de personas han subido enormemente sus tarifas desde que la elección de Trump. El secretario de Seguridad Nacional estadounidense John Kelly anunció hace poco que desde noviembre de 2016, la tarifa que cobran los contrabandistas de personas en algunas zonas de la frontera suroccidental de Estados Unidos ha subido de 3.500 dólares estadounidenses a 8.000.
Pero lo que Kelly no reconoce es que esto expone la vida de las personas a más riesgos. La gente no dejará de huir de sus países y de dirigirse al norte en busca de seguridad, a pesar de las medidas de control fronterizo de Trump. Las bandas criminales sólo ganarán más poder cuando se haya construido el muro fronterizo, pidiendo una fortuna a las personas vulnerables que deseen salir de su país e ir hacia Estados Unidos.
Quedan múltiples preguntas sin responder sobre los planes de Estados Unidos de militarizar aún más la frontera y negar la entrada a solicitantes de asilo. Una de las más importantes se refiere al papel de México en esta ecuación.
En las últimas semanas, el secretario de Relaciones Exteriores de México, Luis Videgaray, anunció que México no aceptaría a las personas extranjeras que sean deportadas de Estados Unidos en virtud de la orden ejecutiva sobre control de fronteras de 25 de enero de Trump. Pero ninguna de las personas con las que hablamos en la frontera entendía cómo sería esto en la práctica. ¿Empezará México a hacer redadas en su frontera? ¿Hará más expulsiones? O la negativa de México a acoger a personas migrantes ¿desembocará en la reclusión de más personas en centros de detención de inmigrantes en el lado estadounidense? ¿O veremos campos de refugiados especiales en el lado mexicano de la frontera donde los solicitantes de asilo esperarán a que las cortes de inmigración estadounidenses tramiten sus solicitudes? Unas personas que ya son sumamente vulnerables estarían expuestas a sufrir más daños y abusos contra los derechos humanos a manos de ambas bandas criminales.
Amnistía Internacional habló con cuatro funcionarios del gobierno mexicano que trabajan en ciudades fronterizas y era evidente que reinaba la confusión. “Seguimos haciendo nuestro trabajo con normalidad”, nos dijo un funcionario de Tamaulipas. “No creo que tengamos ningún plan sobre cómo recibir a las personas que devuelvan”, declaró otro funcionario de Chihuahua.
En este clima de incertidumbre y temor, las personas migrantes y solicitantes de asilo están más expuestas a la coacción y a sufrir violaciones de sus derechos al debido proceso. Temerosas de un gobierno estadounidense que parece rápido para detenerlas y expulsarlas, y sin saber qué pasará mientras estén en suelo mexicano, no hay duda de que la desesperación de estas personas y los abusos que se ven obligadas a soportar aumentarán.